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La ubicuidad de la inteligencia   

 

 

La evolución de la vida sobre el planeta es, esencialmente, un proceso de ganancia de conocimiento. La cognición o el conocimiento en su acepción más amplia que va desde el paramecio que evade un obstáculo hasta la última fórmula sobre las fuerzas subatómicas es una función vital en el sentido estricto del término: algo necesario para la vida. En vista de esto no es de extrañar que varias teorías del conocimiento sean de tipo evolutivo, es decir, que la cognición, como cualquier otra función vital, deba de haber sido seleccionada durante la evolución por su valor adaptativo. En este sentido está implícito que el conocimiento presupone una imagen adecuada del mundo, la cual le permite al organismo actuar sobre el medio de forma eficiente y sobrevivir. Debería entonces existir una correspondencia entre los objetos del entorno y las estructuras cognitivas del organismo, a veces llamadas significativamente "mapas" o "representaciones".


A pesar de que esta idea se antoja evidente ha sido repetidamente criticada, pues el organismo aparece en este sentido totalmente pasivo y separado del medio ambiente. Por el contrario, sabemos que todo organismo vivo es, por definición, activo, que conforma una unidad dinámica con su entorno y que la evolución opera en todos los niveles y no se detiene en el individuo. Por ejemplo, existe una evolución del interior del organismo que favorece ciertas estructuras y funciones más eficientes sobre otras. Los cambios evolutivos no son sólo movimientos de poblaciones sino también transformaciones genéticas que resultan en nuevas estructuras y funciones capaces de contender mejor con el medio. Los organismos vivos son sistemas de órganos y sistemas jerarquizados (sometidos a modulación y control por otros), autorregulados (capaces de modularse a sí mismos) y autopotéticos (que se reproducen). Por lo tanto, su evolución no sólo está determinada desde fuera por las presiones del cambiante medio, sino que está también dirigida y limitada desde dentro.


En este caso, y en vista de que "conocimiento es "vida", se sigue que la representación no es simplemente una imagen del mundo, sino una reconstrucción del propio organismo.

 

Con esto no quiero decir que el organismo inventa al mundo sino que lo reconstruye activamente y que, como hemos confirmado desde Kant, está predestinado con esquemas para reconstruirlo. En apoyo a esto recordemos que ningún organismo percibe el mundo de manera absoluta, sino que tiene un acceso restringido a partes del entorno y sus objetos, según sus aparatos sensoriales, su historia y su perspectiva. Consideremos simplemente las diferencias que deben existir entre la visión que varios animales de distintas especies pueden adquirir de un mismo lugar. Ninguno de ellos tiene la "verdad" o bien la poseen todos en la medida en que esa visión, sin duda parcial y restringida por muchas limitantes, les es útil para sobrevivir. Me detengo en este punto porque es crucial para entender lo que es el conocimiento. La imagen o representación del mundo que clásicamente se considera la esencia del conocimiento resulta que no es su parte medular, al menos cuando la representación se entiende como una especie de foto o de mapa del objeto almacenada pasivamente en alguna parte del cerebro. Por ejemplo, según la escuela chilena de Humberto Maturana y Francisco Varela, lo que define mejor al conocimiento no es la representación, sino la acción apropiada o, a mi entender, un esquema cambiante de representación-acción. Veamos ahora con mas detalles por qué la conducta es parte intrínseca del conocimiento.


Muchas especies comparten el mismo nicho ambiental pero lo enfrentan con mecanismos conductuales enormemente distintos. La mejor manera de entender la cognición de esos organismos, algo que hasta hace poco parecía imposible de penetrar con las técnicas existentes, se hace mucho más accesible si consideramos que el análisis del comportamiento del organismo en referencia a su medio nos da una clave fundamental para evaluar lo que el organismo sabe de ese mundo. Éste sería el postulado central de una ciencia tan actual como la etología cognitiva, que pretende inferir la conciencia y el pensamiento animal mediante el análisis del comportamiento. Así podemos decir que si el conocimiento es vida, la conducta es conocimiento y, por lo tanto, la conducta es vida.
 

En este punto se presenta una diferencia sustancial con la concepción darwiniana clásica de la evolución, ya que no es simplemente la sobrevivencia o la muerte de los organismos lo que finalmente expresa si sus conocimientos son verdaderos o falsos, sino, específicamente, el éxito o el fracaso de sus actos. De esta manera, la conducta no puede ser considerada simplemente la salida de información o el efecto de la cognición del organismo sobre el medio, sino un mecanismo intermediario entre éste y su entorno. La conducta no es sólo acción sobre el medio. Muchos de los movimientos de los organismos están destinados a modular la percepción, es decir, a incrementar o reducir la entrada de información. Otros están destinados a modular estados internos, como las posturas que se adoptan para relajarse o para actuar. Así, la conducta es una función ejercida por el sistema musculoesquelético por medio de la cual el sistema nervioso se comunica, de ida y vuelta, con el mundo.


Lo que existe es una coevolución del organismo y el medio; en un sentido general, vemos que el organismo es un sistema, pero que también el medio ambiente lo es. En el caso de los seres humanos decimos que el medio ambiente es un sistema ecológico y social. Como todos los organismos, los seres humanos intercambiamos información con nuestro medio, lo cual produce una intensa interdependencia de elementos entre el medio y el organismo. De hecho, desde cierto punto de vista las fronteras se pierden y el organismo queda integrado en un organismo mayor que es el propio entorno, de la misma manera que nuestros órganos se acoplan funcionalmente para formar nuestro organismo. La evolución de los elementos de ese macroorganismo es mutua e interdependiente, o sea, es una coevolución. En este esquema queda claro que cualquier especie que destruya su medio se destruye a sí misma. Pero volvamos ahora al problema del conocimiento con esta perspectiva.


En esta concepción el conocimiento es una interacción entre el sujeto y su medio, que tiene lugar en la totalidad del organismo, no en una pequeña y misteriosa parte de su cerebro. Esto no implica que el cerebro no sea determinante en el conocimiento; sin duda alguna lo es (capítulo IX), y mucho se conoce sobre la neurología de la percepción, de la memoria o -bastante menos- de la imaginación y el significado. Pero, según esta concepción, es en el organismo íntegro, con todos sus órganos y flujos de información, incluidos sus mecanismos conductuales, donde reside el conocimiento. Aún más, se antoja incluso difícil localizar al conocimiento en el individuo íntegro, ya que mediante su conducta el conocimiento se imprime en el medio ambiente y lo modifica. De esta suerte podríamos decir que los ecosistemas, con sus complejos nichos ambientales y la intrincada red de información en la que están inmersos, son inteligentes, una sorprendente idea desarrollada, entre otros, por el antropólogo y psiquiatra sistemista Gregory Bateson.

José Luis Díaz

 

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