En la atención no debe haber tensión   

 

 

Muchas personas fracasan en la concentración porque cometen el error de tratar de asir firmemente la imagen mental. No hagáis eso. Colocad la idea escogida ante vuestra atención y contemplada calmosamente, como si observarais vuestro reloj para saber la hora. Este apacible mirar revela los detalles de una cosa tan bien como puede hacerlo un intenso esfuerzo, y quizá mejor. Tratad de hacerlo ahora por unos cinco minutos, porque una vez que hayáis llegado a mirar bien una cosa y verla perfectamente, en todo y en parte, sin poner la mirada fija y escudriñadora, sin fruncir el ceño ni retener el aliento, sin cerrar los puños ni hacer nada semejante, podréis aplicar vuestro poder a la práctica mental de la concentración.

Tomad un objeto cualquiera: un reloj, una pluma, un libro, una hoja o una fruta, y miradlo con toda tranquilidad por unos cinco minutos. Observad en él cuanto detalle podáis, como el color, peso, tamaño, configuración, composición, construcción, ornamentación, etc., sin efectuar la menor tensión. Es necesario observar bien sin que se presente la más mínima tensión nerviosa. Una vez que os hayáis capacitado en eso, comprenderéis por qué la concentración debe realizarse en perfecta quietud y silencio. Supongamos que necesitamos sostener un objeto pequeño con el brazo estirado el mayor tiempo posible debemos sujetarlo con el mínimo de energía, dejándolo que descanse en la mano, y no agarrándolo fuertemente. No os imaginéis que la idea que habéis elegido para vuestra concentración tiene vida y voluntad propias, y que quiere saltar o alejarse de vos. No es el objeto el voluble, sino la mente. Confiad en que el objeto ha de permanecer donde lo habéis puesto, ante el ojo mental, y mantened serena vuestra atención sobre él, No hay necesidad de asirlo, porque esto tiende a destruir la concentración.

Por lo general, empleamos la energía mental únicamente en el servicio del cuerpo físico y en pensar en todo lo relacionado con él. Vemos, así, que el flujo mental no tiene obstrucción y que el pensar es fácil cuando hay un objeto físico para fijar la atención, como, por ejemplo, al leer un libro. El argumentar se hace fácil cuando cada paso se' encuentra determinado en lo escrito, o el pensamiento es estimulado por la conversación. De la misma manera es fácil jugar al ajedrez cuando vemos el tablero; pero jugar con los ojos vendados ya es cosa más difícil. El hábito de pensar únicamente en asociación con la actividad o el estímulo corporales es, por lo general, tan grande que un esfuerzo especial del pensamiento suele ir acompañado del fruncir de las cejas, el morderse los labios v otros varios desórdenes musculares, nerviosos y funcionales. La dispepsia de los filósofos y hombres de ciencia es casi proverbial. Cuando un niño aprende algo despliega el más asombroso juego de contorsiones. Al escribir sigue a menudo los movimientos de la mano con la lengua, aprieta con toda su fuerza el lápiz, enrosca el pie en la pata de la silla... y se cansa en tiempo muy escaso.

Tales cosas deben cesar por completo en la práctica de la concentración. Un alto grado de esfuerzo mental es de todo punto dañino al cuerpo, a menos que se haya logrado siquiera parcialmente cesar con dicha asociación entre el pensamiento y el cuerpo. La tensión muscular y nerviosa nada tiene que ver con la concentración, y el buen éxito en el ejercicio no se mide por ninguna sensación o sentimiento corporal. Algunos creen que se están concentrando cuando sienten cierta tirantez en el entrecejo o en su parte interna; pero lo que logran únicamente es causarse dolores de cabeza y otras molestias. Llega a ser casi notorio en Oriente que el sabio o gran pensador posee un plácido entrecejo.

Hacer variar el rostro o retorcer su forma, y cubrir la frente de arrugas, es comúnmente signo de que el hombre trata de pensar más allá de su capacidad, o que no está acostumbrado a ello. Más bien donde se puede ver en todo su apogeo el ceño fruncido es en los asilos de alienados, y no entre los hombres que saben pensar. Debe practicarse siempre la concentración sin el menor esfuerzo. El dominio de la mente no se consigue por un férvido esfuerzo de ninguna clase, así como no se toma agua de un solo trago, sino que se consigue con la práctica constante, calma y tranquila, y desprendiéndose de toda agitación y excitación de las emociones.

La calma constante, pausada y tranquila consiste en el ejercicio continuado, regular y periódico por un tiempo suficiente para que sea efectiva. Los resultados de esta práctica son acumulativos. Escasos al principio, abundantes después. El tiempo que se le dedique cada vez no necesita ser grande, porque la calidad de la obra importa más que la cantidad. Poco y frecuente es mejor que mucho y a largos intervalos. La práctica puede hacerse una o dos veces al día, y hasta tres veces si es por corto tiempo. Una vez al día bien ejecutada es mejor que tres veces practicadas con indiferencia. A veces la gente que tiene más tiempo disponible consigue un menor logro, porque sabiendo que tiene mucho tiempo no se siente compelida a efectuarlo inmediatamente y de la mejor manera; mas el hombre que dispone de corto tiempo para su práctica siente la necesidad de lograrla a la perfección. Los ejercicios deben hacerse por lo menos una vez al día, y siempre antes y no después de entregarse al reposo o al placer. Deben practicarse lo más temprano posible, y no posponerlos hasta después de haber cumplido con otros deberes más fáciles o más placenteros. Es necesaria cierta estrictez de regla, y es mejor que nos la impongamos nosotros mismos,

Naturalidad de las imágenes

Ayudará a nuestra concentración el cuidado que pongamos en plasmar las imágenes naturales y las coloquemos en situaciones también naturales, No toméis, pongamos por caso, una estatuita imaginándola colocada en el aire ante vos. En esa posición hay una tendencia subconsciente a sentir la necesidad de colocarla sobre algo. Más bien imaginadla que está sobre una mesa delante de vosotros en posición natural dentro de la habitación. Empezad luego cuidadosamente vuestra concentración imaginando primero toda aquella parte del aposento que normalmente cae dentro de vuestro campo de visión; prestad después menos atención a las cosas más lejanas y fijadla sobre la mesa que sostiene la estatua. Finalmente estrechad todavía más el círculo hasta que sólo quede la imagen de la estatuita y hayáis olvidado el resto del cuarto. Aun entonces, si otras cosas volvieran a vuestro pensamiento no os molestéis por ellas. No podéis, como con un cuchillo, separar cualquier imagen de vuestra imaginación. Siempre tendrá que haber un marco de otras cosas que rodea a la principal, pero serán débiles y estarán fuera de foco.

Así como cuando fijáis la vista en un objeto físico, las demás cosas que hay en la habitación son visibles, pero de una manera vaga, así también cuando se concentra la visión mental sobre un objeto, pueden surgir otras imágenes en su vecindad. Pero así que el objeto, la estatuita en este caso, ocupa el centro de la atención y es el foco de la visión mental, no necesitáis molestaros por los otros pensamientos que se presentan. Haréis mejor en emplear la sencilla fórmula: "No me importa". Si permitís que ellos os perturben, desplazarán a la estatua del centro del escenario, porque vuestra atención irá hacia ellos; pero si los percibís accidentalmente, y sin separar los ojos de la estatua, decís: "Ah, ¿sois vosotros? Muy bien, quedaos si queréis, o iros si lo preferís; ello no me importa". Y quietamente desaparecerán sin que os deis cuenta. No podéis tener la satisfacción de ver– cuándo se van, así como no podéis tener el placer de veros dormir. ¿Y de qué os serviría?

Haced que el objeto sea perfectamente natural, revistiéndolo para ello con todas las cualidades que le son comunes. Si es algo sólido, hacedlo sólido en vuestra imaginación, y no como un cuadro. Si tiene color, hacedlo que brille en el objeto, y haceos sensible a su peso, si se trata de una cosa física.

Las cosas que por naturaleza son inmóviles deben aparecer con positiva inmovilidad en la imaginación, y las móviles moviéndose en forma definitiva, así, los árboles deben agitar y entrechocar con el viento las hojas y ramas, los peces nadar, las aves volar, la gente andar y conversar, y un río deslizar sus aguas con suave y dulce murmullo mientras la luz se quiebra en ellas.

Confianza

La confianza en sí mismo es también una gran ayuda para la consecución de la concentración, especialmente cuando va aliada con algún conocimiento de cómo obra el pensamiento y del hecho cierto de que los medios están allí aun cuando no sean visibles por el momento. Tal como las actividades de manos, pies, ojos, y de toda otra parte del cuerpo físico, dependen de sus órganos internos en cuya función confiamos enteramente, asimismo las actividades de la mente, que son visibles a nuestra conciencia, dependen de invisibles funciones con las que se puede contar con toda seguridad.

Toda actividad mental se perfecciona con la confianza. Una buena memoria, por ejemplo, descansa enteramente en ella, y la menor incertidumbre puede hacerla flaquear muchísimo. Recuerdo que cuando era muy pequeño mi madre me envió, en cierta ocasión, a comprar algo, jabón o manteca, a un pequeño almacén que distaba como una media milla de casa. Me dio una moneda y me indicó el nombre del artículo que necesitaba. No tenía yo la menor confianza en la competencia de los sastres, y por cierto que no iba a confiar la moneda al bolsillo.

No podía creer, tratándose de un asunto tan importante, que la moneda estaría todavía en el bolsillo al llegar al término del viaje, de modo que la sujeté lo más fuerte que pude en la mano a fin de sentirla todo el tiempo. Durante todo el camino repetía el nombre del jabón, o lo que fuera, con la certeza de que si lo apartaba de mi conciencia por un momento lo perdería definitivamente. No tenía tampoco confianza en los bolsillos de la mente, aunque en realidad la merecen más que los fabricados por el sastre. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, o más probablemente a causa de ellos, al entrar en el almacén y ver aparecer ante mí al tendero que descollaba como una gran masa, tuve un momento en que me paralicé y no pude recordar qué era lo que tenía que comprar.

Esto no es nada inusitado, aun entre los adultos. He conocido muchos estudiantes que seriamente han comprometido, exactamente por la misma especie de ansiedad, el buen éxito en sus exámenes. Empero, si queremos recordar, lo mejor es hacer completamente claro en la mente la idea o el hecho, luego observarlo con inalterable concentración por algunos segundos y después dejarlo que se pierda de vista en las profundidades de la mente.

Esta confianza, junto con el método de la observación tranquila ha de producir una disposición para concentrarse que puede sólo asemejarse a la que se adquiere al aprender a nadar. Ocurre a veces que una persona se lanza muchas veces al agua, y hasta se agarra con manos y dientes sin otro resultado que hundirse más y más; pero llega un momento en que de repente se siente en el agua como en su elemento. De aquí en adelante, doquiera que va a entrar en el agua se pone casi inconscientemente en disposición para nadar, y ésta obra sobre el cuerpo para nadar y flotar. De igual modo ha de llegar un día en la concentración, si es que ya no ha llegado, en que notaréis que habéis adquirido la disposición necesaria y podréis en adelante reflexionar sobre un objeto dado del pensamiento tanto tiempo como queráis.

Ernesto Wood (1925)

 

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