Gracias por la memoria I   

 

 

Los asociacionistas

El estudio serio de la memoria principió con el joven filósofo e historiador alemán Herman Ebbinghaus, a quien cautivó la idea de que podían aplicarse métodos experimentales a funciones mentales tan elevadas como la memoria y la sensación. Tras de cinco años en los que obró como sujeto y experimentador, apareció en 1885 su obra Sobre la memoria (titulado en alemán Über das Gedachtnis) e inició una tradición que aún florece. Los libros de textos actuales aún citan su obra. Ebbinghaus quiso eliminar la influencia del significado y el interés por el tópico sobre la memoria. Por consiguiente, inventó más de dos mil palabras sin sentido tales como DAK, VAR y ZUB. Cualquier juego de estas sílabas, calculó, sería igualmente difícil de recordar. Se consagró a aprender listas de longitud variable para ver, al tratar de repetirlas, hasta dónde llegaba sin cometer un error. Descubrió que lograba aprender siete sílabas en una sola lectura; pero que necesitaba quince repeticiones para absorber doce, y cincuenta para asimilar treinta.

Hay muchas variantes de esta técnica. ¿Cuántas sílabas se recuerdan al cabo de una hora, día o semana? ¿Cuántas repeticiones devolverán al sujeto a la perfección anterior?

Después de la publicación de su fecundo libro, Ebbinghaus, que ya era profesor, renunció para siempre a la cuestión de la memoria, agotado —no me cabe duda— por el aplastante tedio de embutir su mente con el relleno de GUK, ERK y VOD. Pero hizo un epigrama al comentar que la psicología tiene largo pasado, aunque historia corta. Los epigramas escasean tanto en psicología, que es otro mérito a su favor. Desde entonces, contados estudiantes han sido sometidos al mismo tedio, envuelto en corrientes inagotables de tonterías en intervalos de un segundo por tambores giratorios. Se han fundado revistas para inmortalizar esas penosas investigaciones. Pero, al cabo de casi cien años de esfuerzos, no se ha conquistado un conocimiento verdadero.

Y no me sorprende lo más mínimo. La memoria es una capacidad que se desarrolló para acrecentar nuestras ocasiones de sobrevivir. Por consiguiente, se consagra a los significados, a lo agradable, prometedor o doloroso. No aprendemos sólo por rutina, sin comprender, sino que intentamos entender una situación. Incluso la humilde rata, cuando el suelo de su jaula está electrificado, aprende a evitar la descarga por este o aquel medio: no se reduce a adiestrarse en una serie de movimientos musculares.

Además, la memoria nada tuvo que ver con las palabras hasta que el hombre se presentó en escena. De aquí que Ebbinghaus y su larga cohorte de seguidores, en su deseo de estudiar la memoria «pura», «exenta», como les gusta decir, de significado y sentimiento, arrojaron el niño con el agua sucia del baño. La memoria rutinaria es la menos normal.

Su estudio, en el siglo xx, fue además hechizado por el asociacionismo creciente: la teoría de que el cerebro actúa eslabonando un estímulo con una respuesta. Ya he expresado lo que pienso de esta doctrina grotesca, que se defendió con fervor casi religioso. En consecuencia, la memoria se consideró un proceso de asociación, y el aprendizaje de listas perdió terreno en provecho del emparejamiento de palabras. Pero ¿qué pasa si se empareja FEO con CÉSPED el lunes y se pide a la víctima que empareje FEO con PASILLO el martes? Comprensiblemente, se siente confusa. Esto recibe el nombre de «teoría de la interferencia del olvido».

¿Es el segundo emparejamiento el que se interfiere con el primero o viceversa? Los intentos de resolver este problema no han hecho sino aumentar la confusión. Así, si llamamos A a la lista de pares aprendidos en primer lugar, y a la segunda B, averiguamos que recordamos mejor ésta en una prueba inmediata, y que, al cabo de veinticuatro horas, su recuerdo declina, mientras que el de la lista A no. Si los sujetos (o víctimas) reciben una larga y otra corta que han de memorizar, y se someten a comprobación una semana más tarde, recuerdan mejor la larga que la corta. Los experimentos proponen que el olvido depende más de la longitud de la lista que del número de elementos que intervienen, o sea, no depende de la interferencia. Los experimentos de reconocimiento tampoco confirman la teoría. Uno de los talentos en la materia, tras revisar la cuestión, concluyó a regañadientes: «La posibilidad más evidente consiste en que la teoría de la interferencia del olvido es básicamente errónea.» Pero eso no frenó a nadie.

No hace mucho los asociacionistas se han engolfado en la cuestión todavía más recóndita de cómo nos acordamos del orden en que las cosas aparecen: les gusta creer que cada palabra está asociada con la que la precede.

Así los estudios del «orden en serie» debían proporcionar apoyo al asociacionismo. Pero también los abrumó el desengaño. Y la misma autoridad hubo de concluir tristemente: «El resultado de tales pruebas se resume con brevedad. Con unas cuantas excepciones dispersas, las deducciones de la teoría no han recibido apoyo.»

Hay en psicología el fenómeno llamado perseverancia, por el cual se insiste en hacer lo que se está haciendo, aunque no lleve a ninguna parte. ¡Médico, cúrate a ti mismo!

Tras de setenta y cinco años de ladrar a la luna, todo el campo de la memoria está abierto para recibir un asalto nuevo, más pragmático y menos doctrinario.

Los aspectos olvidados del olvido

Una orientación más reveladora fue la de Frederick Bartlett, de la Universidad de Cambridge. Su libro más importante, Remembering (Recordando), publicado en 1932, sigue en circulación. Principiando con un estudio de los recuerdos auténticos de las experiencias bélicas durante la primera guerra mundial, probó de modo concluyente que las personas no registran de manera pasiva lo que se presenta ante ellas, sino que seleccionan e interpretan el material atendiendo a sus actitudes e intereses ordinarios y que, cuando recuerdan, a menudo funden las dos memorias en una, o alteran involuntariamente los detalles, y las simplifican de forma progresiva. Por ejemplo, si se le enseña una fotografía de un hombre de mandíbula cuadrada, tal vez se acuerde de un «rostro serio y decidido» y después la recuerde de perfil, de suerte que la mandíbula se destaca, aunque sólo la vio de frente.

Bartlett hizo aprender relatos a estudiantes y los examinó después en intervalos variables: una semana, un mes, seis meses. Al analizar los resultados, consideró que encajamos recuerdos específicos en patrones más amplios, a los que llamó «esquemas». Por ejemplo, la narración de un prejuicio puede encajar en un esquema de «intolerancia racial». «El esquema es el lugar donde interviene la consciencia y la razón porque lo hace», dijo. Resulta asombroso la escasez de intentos llevados a cabo en este sentido. Cuando menos, prueba la naiveté (ingenuidad) de las concepciones de la memoria como «almacén». Descorazona la enorme cantidad de tiempo perdido: generaciones de esfuerzos y hecatombes de ratas se han sacrificado casi en vano.

Desde luego, los registros («engramas» es el vocablo oficial) de la memoria no gozan de la estabilidad de los surcos de un disco de gramófono, sino que se modifican, simplifican y amalgaman una y otra vez después de su aparición. La información se pierde poco a poco. «Me acuerdo de que fuimos, pero de nada más.»

Recordamos lo que tiene significado. Si se enseña un tablero de ajedrez, con las piezas en juego y en una disposición determinada, a un maestro o gran maestro durante unos segundos, reproducirá sin error de veinte a veinticinco jugadas, cuando los jugadores ordinarios sólo acertarían seis. Pero si las piezas se disponen al azar, ni los aprendices ni los maestros irán muy
lejos.

Como Neal Miller ha indicado, el ámbito numérico humano se aproxima a siete. Los maestros analizan las veinticinco piezas del ajedrez en seis o siete agrupaciones familiares, que recuerdan como un conjunto. Miller las ha llamado «pedazos» o «masas». Herbert Simon comprobó la idea intentando recordar las palabras siguientes tras una sola lectura:

Lincoln, lácteo, criminal, diferencial, discurso, vía, abogado, cálculo y Gettysburg.

«No tuve éxito —recuerda—. Entonces dispuse la lista más o menos como sigue:

Discurso de Lincoln en Gettysburg
Vía Láctea
Abogado criminal
Cálculo diferencial

No tuve dificultad. ¿Que es evidente? Sólo es evidente si se acepta la hipótesis del pedazo o masa, y si se sabe que, en la cultura en que me crié, los cuatro elementos de la lista son pedazos conocidos.»

Simon descubrió que cuatro como los anteriores eran los que solía recordar, como si la longitud del material que los componía redujera el número de pedazos o masas recordable.

Sidney Smith, en una prueba ahora famosa, efectuada en 1954, descubrió que podía acordarse hasta de cuarenta dígitos si los ponía en cifra como un sistema basado en el ocho. O, como ejemplo más sencillo, el operador de un telégrafo Morse, cuando empieza a leer el código, oye cada dit y da como una masa o pedazo separado. Pronto organiza los sonidos en letras, y trata a éstas como un pedazo; después las organiza en palabras, y al fin oye frases enteras. Más o menos hacemos lo mismo cuando aprendemos a leer.

Trato aquí, al parecer, del proceso cognoscitivo —como suele suceder, una cosa lleva a otra—, pero no es una digresión. Me propongo indicar que lo que recordamos debe de formar también una masa. Por lo tanto, la memoria, como la percepción y otras funciones cerebrales, ha de ser jerárquica. Como Bartlett dijo: «La primera noción que ha de eliminarse es la de que la memoria es primaria o literalmente duplicadora o reproductora.» Y no sólo hay pedazos, sino pedazos de pedazos de pedazos. Cada nivel poseerá un código diferente.

Otro aspecto singular de la memoria, que manifiesta lo impropio de muchas teorías, consiste en que nos acordamos mejor en las situaciones en que aprendimos. Por ejemplo, los buzos adiestrados para una operación precisa como soldar bajo el agua, deben hacerlo sumergidos; y si un buzo que ha explorado un pecio hundido tiene que informar lo hará mucho mejor bajo la superficie que encima de ella. (Esto, estoy convencido, justifica que los idiomas aprendidos en las aulas se retengan peor que los aprendidos en situaciones reales de la vida; la necesidad de comunicarse es otra razón.) De ello se infiere que los recuerdos se registran en un contexto. Cuando registramos una cara, también lo hacemos con el lugar en que la vimos, y el nombre del propietario o lo que dijo o hizo, así como muchos otros detalles. Olvidamos en seguida algunos de éstos; pero, por lo general, los diferentes componentes del recuerdo conducen de uno a otro y perseguimos lo que se nos escapa explorando las asociaciones fijas en nuestra retentiva. («Ocurrió el día que fuimos a merendar al campo. ¿Quién había con nosotros?»)

Los recuerdos tienen un índice maravilloso de referencias múltiples. De la idea de hojas puedo pasar a las tareas de jardinería, a las hojas de una puerta, a los lamelibranquios de la zoología, a hojear un libro, a árboles, cosas verdes, a las cualidades miméticas de algunos insectos y así sucesivamente hasta lo infinito.

Otro fenómeno que revela la pobreza de los esfuerzos, ya habituales, de meter la retentiva en la camisa de fuerza de un «código» estriba en la existencia de recuerdos de vividez anormal, lo que se llama técnicamente hipermnesia. Al parecer, la memoria alcanza el cénit por lo regular en los momentos de gran intensidad emocional. Así un estudiante cuyo padre trasladaron a su casa, sin previo aviso, herido de gravedad a consecuencia del reventón de una caldera, se acordaba de la escena, incluida una viva imagen del felpudo de la entrada. Una muchacha, que tuvo un accidente de auto, tenía recuerdos vivísimos de lo sucedido antes de salir de paseo y de que jamás le habían parecido tan azules los ojos de su madre. G. M. Stratton, de la Universidad de California, que exploró esta cuestión en 1919 —y dudo de que alguien lo haya vuelto a hacer desde entonces— encontró a una joven cuyo padre había muerto en un accidente de circulación. Le escribió una lista de los himnos que se cantaron aquel día en la iglesia, una conversación sostenida mientras secaba los platos y describió la faz de un desconocido, todo lo cual había quedado grabado en su mente con anormal claridad.

En ocasiones el encuentro con un amigo no visto en muchos años produce un torrente de recuerdos; a veces obra lo mismo un olor; o, como en el caso que Proust hizo famoso, el minúsculo incidente de mojar una magdalena en té. Pero, por lo común, los recuerdos hipermnésicos parecieron formarse durante un choque emocional, o poco antes de él. Se reviven detalles que ni siquiera se sabe que se percibieron entonces.

Y, al contrario, la tensión emotiva puede bloquear el recuerdo —los médicos topan con dificultades en averiguar hechos por boca de sus aterrorizados pacientes— o incluso impide que se registre. Por consiguiente, echemos una ojeada a la amnesia.

Oscurecimiento total

En 1935 el joven Hilson Cason, habitante de Madison (Wisconsin), patinaba con un amigo cuando sufrió una fuerte caída. Lo siguiente de que se acordaba era que volvía a su casa guiando su automóvil, sorprendido de que
fuera de noche. «Advertí que no recordaba haber salido del hielo, haberme quitado los patines, haberme puesto los zapatos y de haber puesto en marcha el coche.» Con mucha inteligencia, telefoneó a su amigo y le pidió que escribiera lo que había sucedido. Cason había estado sin sentido durante tres o cuatro minutos y después se había levantado del hielo sin ninguna ayuda. Su amigo, al observar que no parecía estar bien, intentó convencerle de que volviera a su casa, pero él se negó de modo harto agresivo y continuó patinando con más destreza y atrevimiento que antes. A los cuarenta y ocho minutos de la caída recobró la memoria de pronto.

He aquí una buena muestra de amnesia anterógrada, o sea, fallo de memoria que actúa, hacia delante, desde el momento en que se produjo. Comúnmente, hay amnesia retrógrada, en la que se pierden los recuerdos anteriores al trauma. Ritchie Russell, de Oxford, dedica gran parte de su tiempo echando remiendos a jóvenes que aterrizaron de cabeza cuando iban demasiado aprisa en sus motocicletas, y es uno de los expertos más famosos del mundo en esta cuestión. La amnesia anterógrada es bastante misteriosa: no cabe duda de que la caída no produjo lesiones estructurales en el cerebro de Cason. Fue como si un interruptor se hubiese cerrado de pronto y también de pronto se hubiera abierto. Las teorías corrientes sobre la memoria apenas entienden este fenómeno, y explican menos aún la amnesia retrógrada. En ella se pierden los recuerdos de meses o años anteriores al trauma, pero se recobran poco a poco y en orden inverso; es decir, los más antiguos se recuperan primero. Pero, en general, no hay recuperación del período inmediatamente anterior al accidente.

La excepción a ello es que el paciente puede tener una imagen brillante y única. Uno vio una rueda que avanzaba contra él. Otro contempló al conductor luchando con el volante; tuvo esta visión inesperadamente en seis ocasiones, la primera dos semanas después del trauma, y la última unos dos meses después. El accidentado la describió como un «medio recuerdo», del que no se acordaba de la manera ordinaria. Russell no ha sabido cómo explicarlo.

El paciente, en estos casos, sufre una contusión tan fuerte, que no sólo pierde la memoria, sino que también ingresa en el hospital en estado de vaguedad, primero quejándose y respondiendo a su nombre; y después charlando quizá, pero sin darse cuenta de lo que ha ocurrido ni en qué sitio está. Luego exclama inesperadamente: «¿Dónde estoy?» Algo semejante a la normalidad se ha recobrado. No hay explicación verdadera de lo repentino de esas recuperaciones: ¡nada encaja mejor que la idea de que el alma vuelve al cuerpo!

Ni siquiera se comprende por qué un trauma grave produce un desorden u olvido más largo que abarca mayor porción del pasado. Sería de esperar que el mecanismo del recuerdo actuase bien o no actuase.

Contrastando con las de origen físico, hay amnesias originadas por la tensión mental. El ejemplo más adecuado es el de la represión de las memorias dolorosas de guerra. William Sargant ha descrito cómo, en la primera época del conflicto internacional, solía drogar con amital sódico a los soldados para que recobrasen el recuerdo perdido en el trauma de asistir a la destrucción de un amigo por efecto de un obús, que le partió por la mitad, o a un piloto que quedó atrapado en un avión en llamas. Cuando se recobra la memoria y se enfrenta uno con los trágicos hechos, el incidente se hace menos desmoralizador. La hipnosis también se utiliza con el mismo fin.

En la misma categoría de represión se incluyen las fugas y personalidades múltiples, de las que ya hemos hablado. Desde el punto de vista neurológico, deben de ser consecuencia de una inhibición del mecanismo de recuperación, pero cómo ocurre es un problema fascinante que no se ha investigado. Es de presumir que una parte del cerebro percibe las penosas emociones asociadas y da una contraorden. Pero ¿cómo se contraordena la consciencia de un recuerdo determinado? Si lo supiéramos estaríamos en camino de conocer qué es la consciencia y dónde está.

Quizá similares e igualmente misteriosas son las amnesias transitorias. Matilda, de sesenta años de edad, tuvo un «oscurecimiento» de seis horas de todos los hechos sucedidos las seis semanas anteriores. No se acordaba de haber visto a una amiga en el lecho de muerte; reconoció las camisas de su hijo, pero no recordó cuándo las había planchado. Una secretaria, de treinta y cinco años, al salir de la iglesia la Nochebuena, dijo de pronto a su amiga: «No sé adonde he de ir. Creo que no debo conducir.» La señora M. F., después de haber agradecido dos veces a su invitante la comida, exclamó intrigada: «He olvidado lo que debo hacer.»

La amnesia transitoria afecta en ocasiones a los conductores, que «aparecen» en una parte desconocida de la ciudad, en el interior de su auto, sin saber cómo llegaron allí. El fenómeno se ha llamado «hipnosis de la carretera», acaso enlaza este tópico con las cuestiones a que me referí al tratar del trance hipnótico. No se ha logrado explicarla. Las amnesias transitorias pueden derivar de la falta de oxígeno, ciertas drogas y lesión cerebral. El dióxido de carbono causa una amnesia irreversible espectacular. La memoria es una función del cerebro y todas las disfunciones cerebrales implican la de la retentiva.

Por último, hay el «miedo al público» o «miedo del actor». El estímulo exagerado, debido al miedo o la ansiedad, inunda la corteza y, en casos extremos, anulan la facultad de responder de forma racional. Sobreviene el espanto; uno corre o se queda clavado en el suelo.

(Continuará en Gracias por la Memoria II)

Gordon Rattray Taylor, El cerebro y la mente, 1979

 

Comparte esta información

Guarda este artículo en formato PDF

 

 

 


 

Valora este artículo

 

 

También pueden interesarte estos artículos:
 

La memoria de los números y algo más
http://www.mentat.com.ar/la_memoria.htm

La mentalidad de la clase condiciona el aprendizaje de los alumnos
http://www.mentat.com.ar/mentalidad_y_aprendizaje.htm

Perdiendo la Memoria al Envejecer
http://www.mentat.com.ar/envejecer.htm

 

 

 


 

 

 

 

Busca más información en nuestro sitio con la potencia de Google

Google

 


 

Más artículos de Educación Mental         Recomiéndanos

 

Home    Artículos    Mensa    Librería    Cursos    Tips    Links    Contacto    Suscripción    Presentación

 

Última modificación de la página:18/01/2009

Copyright: © 2002, 2003, 2004 por Ment@t

Todos los derechos reservados acerca de, concepto, diseño, imágenes y contenido
  mentat@mentat.com.ar

Optimizado para Internet Explorer y área de pantalla de 800 x 600 píxeles